viernes, 9 de diciembre de 2016

Donald Trump: ¿cambios a la vista?


Las recientes elecciones en Estados Unidos, con el triunfo de Donald Trump, han abierto una serie interminable de especulaciones.

La presente -quizá, finalmente, una más de tantas- pretende no ser eso sino, antes bien, una afirmación: no sabemos con certeza qué va a pasar. De eso podemos estar seguros: nadie sabe con exactitud para dónde van las cosas.

De haberse impuesto Hillary Clinton, la candidata natural de Wall Street, del gran capital financiero, las petroleras, del complejo militar-industrial y las grandes corporaciones mediáticas, todo se sabría con claridad: seguiría todo igual. Es decir: en lo que concierne a su política externa, los planes neoliberales impulsados por los organismos de Breton Woods (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional), las guerras “preventivas”, la injerencia descarada de Washington en los asuntos internos de casi todos los países del mundo y su voracidad consumista sin límites, no se modificarían. Estados Unidos seguiría siendo la gran potencia, empantanada a partir de la crisis del 2008, perdiendo cada vez más terreno en el ámbito económico, compitiendo geopolíticamente con Rusia y China y coqueteando con la posibilidad de una tercera guerra mundial.

Nada de eso se hubiera modificado en la arena internacional. Y en lo interno, tampoco. Es decir: seguiría el proceso de empobrecimiento de su clase trabajadora a partir de la relocalización creciente de su parque industrial (instalación de sus empresas en otros puntos del mundo aprovechando mano de obra más barata y exenciones impositivas) y de la crisis capitalista que aún no termina, seguirían las deportaciones de inmigrantes indocumentados (con Barack Obama se deportaron 3 millones de “mojados”, la misma cantidad que promete expulsar Donald Trump), y probablemente seguirían ciertas acciones políticamente correctas, más cosméticas que otra cosa, en relación a derechos civiles de los estadounidenses (matrimonios gay, leyes de aborto, legalización de la marihuana para fines recreativos, reivindicación de algunas minorías y un discurso -léase bien: ¡discurso!, no otra cosa- con un talante medianamente socialdemócrata).

¿Qué pasará con Trump en la Casa Blanca? ¿Cambiará todo eso?

Insisto en lo enunciado más arriba: hay mucho de especulación en todo esto, nadie sabe exactamente qué va a pasar con este impredecible magnate en el Poder Ejecutivo de la gran potencia.

Lo que sí está claro es que, en lo político-ideológico, habrá una involución considerable. El discurso de campaña ya lo preanunciaba: Trump representa una posición conservadora, racista, xenófoba y machista (¿quién, si no, podría ser dueño del Concurso de Miss Mundo promoviendo el más ramplón y agresivo sexismo?). La designación de sus primeros colaboradores para la futura administración lo permite ver con claridad: el discurso “wasp” -avispa- (white, anglosaxon and protestant: blanco, anglosajón y protestante), es decir: la ideología supremacista blanca, machista y de cow boy hollywoodense, va entronizándose. Hillary Clinton también es de derecha, de una extrema derecha belicista, siguiendo fielmente los pasos de lo peor de los ultraconservadores de los Chicago’s boys, pero su discurso era más moderado. La cuestión, en política, no es tanto ver qué se dice sino qué se hace.

De momento no está claro qué hará Trump. Especulaciones hay muchas, muchísimas. Se han dicho las más variadas cosas: desde que es un candidato del presidente ruso Vladimir Putin (¿pagado por el “oro de Moscú”?, como se decía durante la Guerra Fría) hasta que aquí comienza el retroceso de las políticas neoliberales. Diría que nadie sabe a cabalidad con qué se puede salir este impredecible político que habla el lenguaje de la antipolítica. Y las especulaciones siguen siendo eso: especulaciones.

Está claro, sin dudas, por qué el magnate neoyorkino ganó el entusiasmo popular. Por un lado, porque el votante estadounidense término medio habla ese lenguaje: es racista, xenófobo, ultranacionalista, machista, conservador. Dicho de otra manera: Homero Simpson es su ícono por excelencia (de ahí los epígrafes citados). Pero por otro, y quizá esto es lo fundamental, porque Donald Trump levantó al mejor modo del mejor populista un discurso emotivo que tocó la fibra de muy buena parte de estadounidenses golpeados por la actual crisis y por los planes de cierre industrial de estas últimas décadas.

Su promesa es recuperar el esplendor perdido, cuando Estados Unidos era esa potencia intocable de la post guerra del 45: productor, en ese entonces, del 52 % del producto bruto mundial, líder en ciencia y tecnología, con un dólar que se comía el planeta, con un american way of life que se imponía presuntuoso por todo el globo, excepción hecha del espacio soviético y con un paraíso de consumo por delante (motores de automóvil de 8 o 12 cilindros, para graficarlo claramente: la personificación del derroche). En otros términos, lo que propone ahora es cerrarse sobre sí mismo como país, desconocer los planes globalizadores, hacer retornar las empresas salidas de territorio estadounidense y levantar el nivel de vida deteriorado.

Por supuesto que para Homero Simpson, a quien lo único que le interesa es tener la refrigeradora llena de cerveza, el automóvil con mucha gasolina frente a su casa y adora a la televisión como su supremo gurú, esas promesas -populistas, chabacanas- lo llenan de expectativa. ¡Por eso este excéntrico outsider del show mediático-político pudo ganar las elecciones!

Ahora bien: ¿es posible cumplirlas? Todo indica que no. No nos atrevemos a decir que radicalmente no, porque nadie sabe con qué as bajo la manga podrá aparecerse Trump. Pero la política no se mueve por caprichos: es la expresión de juegos de fuerza en las sociedades, es expresión de los poderes que mueven la historia. En ese sentido, podemos ver que la línea sobre la que se mueve Estados Unidos como gran potencia no se fija desde la Casa Blanca: hay grupos de poder -las petroleras, el complejo militar, los grandes bancos- que mueven fortunas inimaginables siendo quienes verdaderamente establecen el rumbo del país (pretendiendo también fijar el rumbo del mundo). Esos megagrupos y sus llamados tanques de pensamiento (centros académicos al servicio del gran capital) bregan “por un nuevo siglo americano”, es decir, por seguir manteniendo la supremacía global en lo económico y militar, y no tienen color partidario, demócrata o republicano. Solo tienen el color verde del dólar como consigna, y el rojo de la sangre, cuando es necesario derramarla (la sangre no propia, por supuesto) para asegurar la supremacía del verde. El declamado culto a la libertad y a la democracia es solo complemento del show para consumo de la masa.

En otros términos: ¿quién manda? ¿El presidente desde la oficina oval, o las cosas son algo más complicadas? El neoliberalismo, eufemismo por decir capitalismo ultra salvaje sin anestesia, es una gran plan económico-político-cultural que ha servido para llevar esos megacapitales a niveles inconmensurables, pero también para detener (o demorar, más específicamente dicho) la protesta popular, la reacción de la clase trabajadora. El Amo tiembla aterrorizado delante del Esclavo, sin dejar que se vea ese terror, porque sabe que inexorablemente tiene sus días contados; de lo que se trata es de posponer lo más posible ese cambio. En definitiva el mundo, jamás hay que olvidarlo, sigue estructurado sobre la lucha de clases y la explotación de los trabajadores, únicos creadores de la riqueza humana. ¿Trump toca algo de eso? ¡¡Ni pensarlo!! ¿Por qué habría de tocarlo?

Él es un magnate más, quizá no de la misma monta de estos que fijan los destinos del mundo (banca Rockefeller-Morgan, banca Rotschild, los grandes fabricantes de armamentos, etc.), pero uno más de esa clase. Homero Simpson, más allá del chauvinismo circunstancial que los pueda reunir, sigue siendo su esclavo asalariado. Su promesa de campaña es para reactivar el capitalismo, no para negarlo. Que el neoliberalismo de estas últimas décadas haya empobrecido a grandes masas de trabajadores estadounidenses y que el histriónico nuevo presidente prometa reimpulsar la vieja industria hoy alicaída es una cosa; que se plantee ir más allá del capitalismo… ¡es una locura! El problema de fondo no es la globalización neoliberal: ¡es el capitalismo!

¿Puede, entonces, el campo popular de fuera de los Estados Unidos pensar en algo nuevo con este nuevo presidente? En absoluto. ¿Es acaso esto la posibilidad del fin del neoliberalismo y las recetas fondomenetaristas? Nada indica que eso sea posible. Como se dijo más arriba, el ocupante de la Casa Blanca toma decisiones, pero nunca está solo. Los megacapitales, repitámoslo, no son ni republicanos ni demócratas: ¡son megacapitales! El discurso de campaña es una cosa, la realidad política una vez asumido el cargo es otra. Lo llamativo aquí es que Trump, en realidad, no es ni demócrata ni republicano, pese a haber ganado con la etiqueta de ese partido. Eso es lo que complica las cosas y abre interrogantes. Es confuso, si se quiere; los megacapitales no.

Es probable que se endurezcan ciertas cosas en la cotidianeidad estadounidense. Quizá para los inmigrantes irregulares provenientes de Latinoamérica la situación se torne más problemática. El supremacismo blanco parece ganar fuerza; por lo pronto, el Ku Kux Klan saluda eufórico al nuevo presidente; mala señal, sin dudas. Si bien Trump puede ser un populista para sus votantes: los Homero Simpson blancos, el racismo que transmite es peligroso. “Heil Trump!”, ya se ha dicho por ahí. De todos modos, el muro famoso a construirse en la frontera con México suena más a disparate proselitista que a posibilidad real.

En la arena internacional, a partir de un posicionamiento pragmático de Trump, es posible que baje la intensidad de una posible guerra nuclear (locura apocalíptica no desdeñable para los halcones de la política real, los que no ocupan cargos públicos pero que dirigen los acontecimientos desde sus pent-houses). De todos modos, nada está escrito. Su apuesta, en principio, apunta a bajar los inconmensurables gastos bélicos para reinvertir en la economía local. Queda por verse si el monumental complejo militar-industrial, verdadero mandamás en la dinámica estadounidense, lo permitirá.

Como este breve opúsculo está escrito pensando, ante todo, en la clase trabajadora latinoamericana, la inmediata percepción de la situación no nos puede llevar a estar contentos. Quizá tampoco lo estaríamos con Hillary Clinton en la presidencia. Según pregona la gran prensa de las corporaciones mediáticas, ella representaba el equilibrio, en tanto el magnate neoyorkino sería sinónimo de ¿chifladura? Pero seamos mesurados en el análisis, y rigurosos: con una u otro, no hay buenas noticias a la vista para los pueblos del “patio trasero”.

¿Podrá haber buenas noticias para la clase trabajadora que lo votó? Esa es la expectativa, la esperanza de Homero Simpson. Los trabajadores estadounidenses están bastante golpeados; su situación no va para mejor y la falta de empleos preocupa. Pero que Donald Trump logre salir a) de esta crisis estructural y b) dar marcha atrás con la globalización neoliberal que ha ido cerrando empresas en su propio territorio dejando en la calle a innúmeros asalariados, no parecen tareas fáciles. Antes bien: parecen casi imposibles.

Que la gran potencia evolucione hacia posiciones de ultraderecha, neonazis, ultraconservadoras, no es un imposible. Que Trump se atreva a oprimir el botón nuclear, no parece lo más posible ahora. Que su economía mejore considerablemente, no se lo ve muy cercano en realidad (eso quizá ya no pueda suceder más). Que los pueblos latinoamericanos seguiremos empobrecidos y, en muchos casos, intentando viajar hacia el “sueño americano” en condiciones precarias, es un hecho. Que esperemos cambios positivos con este representante de la clase dirigente del principal país capitalista, es una absoluta tontera.

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